El Hombre de sus sueños

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Por: Nicolás Pérez Victoria
Cuando tenía diez años no imaginaba envejecer, fue hasta cumplir los treinta, empecé a sentir una sensación extraña; descubrí que el tiempo comienza a seguirte como un perro fiel, que no te suelta por más que lo trates de ahuyentar. El doctor Saura denominó aquella extrañeza: “Fatiga crónica”. No te preocupes me dijo, es el mal de la era moderna. Yo prefería pensar que era el resultado de las muchas horas de trasnocho en la escuela de salud, o tal vez, la suma de los infortunios que se me cruzaron en aquella época. El título para todas las biografías debería ser “después de”… En la vida todo ocurre después de algo: la muerte de un ser querido, el sonido del télefono a la medianoche, la visita al consultorio médico o esos amores de reciclaje que te ponen con frecuencia en la senda del olvido.
Pregúntame si alguna vez imaginé compartir la cena con cinco extraños a los que les sirven la ensalada con una tableta de antiácido, ¡Dios sabe que anhelaba algo mejor!, La Casa de los Abedules es un no lugar de ensueño a dónde venimos los atletas a los que el tiempo ya alcanzó, un no lugar, porque la estancia de la mayoría no supera los tres años. Desde mi llegada no ha existido un mes en que la muerte no se anote un punto —la pobre muerte haciendo el trabajo sucio, cuando todos tenemos alma de cazador—.
Saqué mis ahorros del banco, empaqué lo poco que había comprado en la tienda de saldos el mes anterior y en un acto de soledad desesperada busqué quién me llenara el pastillero hasta matarme de alguna sobredosis. Me anoté por mi propia voluntad, y sí, me siento mejor, en días como hoy, oyendo el clásico estribillo del cumpleaños tratando de clausurarse de diez en diez, hasta experimentar el hastío en la cifra ochenta y cuatro; me doy palmaditas en el hombro mirando a la nada y repito para mí —¡has tomado la mejor decisión!—. Ningún rostro conocido ha venido a verme, es el precio de tener una familia tan pequeña y unos primos lejanos tan ingratos. —¿Qué tiene de maravilloso envejecer?—, puedo fingir que con un año más de vida, me es imposible recordar con claridad; que mi mente es uno de esos bosques neblinosos que se tragan sin piedad a las almas aventureras.
Me gustan las fiestas de cumpleaños, puedo saltarme la dieta baja en azúcar, olvidar la levotiroxina en ayunas y recordar —las madres solemos vivir arañando los recuerdos— al escuchar esa canción de antaño que ajustábamos en el dial de la radio, el gruñido flemático de los pulmones enfermos golpeando los tímpanos, ese llanto nocturno que desterraba el sueño, o el primer uniforme de colegio almidonado. Un día como hoy, cuando abro el álbum de fotos y los recién llegados me preguntan:
—¿Quién es aquél chiquillo de pantalones cortos y sombrero pescador?.
Respondo sin titubear: Mi hijo…, y todos miran alrededor del salón, esperando que haga su aparición; aunque algunos crean que es un invento senil.
Guardo en la memoria la imagen de una mujer impasible, como una de las muñecas de porcelana que permanecían en la base de madera de aquella estantería de la cocina, tenía el cabello recogido con una cola alta, despejando el surco blanquecino que rodeaba la frente. Habían pasado tres horas de un largo interrogatorio, tres tazas de café negro, dos tacos de galletas espolvoreadas con azúcar impalpable, por la ventana de la cocina se colaba una pantalla de luz estival, rojiza y picante. Yo era la clase de madre que podía alegar ante un estrado: ¡Mi hijo es lo único que tengo! Pero ningún juez iba a creer lo que ocurrió. Parecía una de esas historias emitidas durante la noche de sábado en la televisión por cable, en el programa A Haunting; una serie sustentanda en eventos paranormales que alega a toda costa, estar basada en hechos reales.Henry no era el tipo de niño incauto engañado por los superhéroes de la vieja guardia, que más de diez décadas después siguen luchando contra los mismos horrores. Prefiero decir que mi hijo era simplemente un niño de su edad, el hijo de una madre divorciada, que permanecía gran parte del día solo, o que iba de un lado a otro cargando su morral para pasar de vez en cuando la noche en casa de su abuela. Henry tenía un amigo imaginario, un trozo de madera cilíndrico reciclado de un viejo bifet, al que le ató un cordón de zapatos en la punta superior. Pasaba horas sosteniendo conversaciones privadas, se metía tras las puertas sentándose sobre sus piernas en posición de yogui. Al oír que yo me acercaba, guardaba silencio, sonreía tímidamente, condenando de tajo cualquier clase de juicio adulto que nunca llegué a hacer.
Vivíamos en el piso tres de un edificio de apartamentos, un cuchitril ciego con ventanas alargadas empotradas en lo alto de la pared, que simulaban el respiradero de una mazmorra. Fue una época de transición en el hospital, mi jefe me arrastró lejos del chiflido aireado de la pera del tensiómetro y de las raspaduras sanguinolentas de las peleas callejeras; me condujo a la unidad de cuidados intensivos, a los horarios extensos que me hicieron parecer la madre más desalmada. La semana antes de lo sucedido, Henry estuvo en casa de su abuela, el fin de semana era nuestro, podía abrazarlo, meterlo bajo las cobijas y apretarle los cachetes mientras lo envolvía en las sábanas de hilo. Él acostumbraba correr por el pequeño pasillo agitando el tacón de las botas ortopédicas, se escondía detrás del sofá gris, agazapado, como un gatito joven queriendo agarrar todo lo que se mueve. Saltaba sobre mis piernas y yo me estremecía fingiendo que sus manos me iban a someter. Esa madrugada de sábado faltaban veinte minutos para las cuatro, la pantalla del reloj despertador parpadeaba lentamente, habíamos dejado la televisión encendida, oía el ruido de fondo, creo que transmitían una de esas caricaturas que a todo el mundo le gustan, Tom y Jerry, quizás. Tenía los ojos entreabiertos, estaba en posición fetal mirando hacia la entrada del cuarto. Conservo su imagen, imitando una sombra alargada que se expandía a través de la pared, se movía arrastrando sus pies para intentar no despertarme. Su aspecto no se parecía en nada al de ningún otro hombre, era delgado, muy pálido, la clase de lividez que asociamos con la enfermedad terminal; tenía los hombros contraídos hacia delante y sus manos se juntaban con sus piernas dando la impresión de una profusa figura arraigada al suelo. Henry seguía a mi lado, el vaho caliente de su respiración me golpeaba el cuello, el hombre se iba acercando a la cama, su figura grácil se distinguía de la oscuridad por el brillo de sus ojos, una clase de luz vigorosa, la más vehemente y apacible que he visto en mi vida; mientras tanto, me iba sumergiendo en un sueño profundo, el sonido sibilante emitido por su voz tenía la misma cadencia: invariable y afinada. No podía moverme, sentía como Henry se fundía con la dureza del colchón y comenzaba a respirar hacia adentro en bocanadas profundas, la saliva se acumulaba entre su garganta y la laringe, a veces se levantaba suavemente simulando un espasmo para poder respirar, no dejaba de sentir la convulsión de su manito invadida por la humedad, mientras veía el telón negro de la oscuridad romperse por el hilo de luz diminuto que se colaba por la puerta entreabierta.
Al día siguiente, Henry no estaba. Si no fuese por los juguetes regados sobre la alfombra de arabescos, o sus boticas negras apiladas en un rincón de la habitación, nadie me hubiese creído que tenía un hijo, ni siquiera yo. Ahí comenzó el después de… La policía vino a verme y tuve que repetir la misma historia una y otra vez, los oía cuchichear en el pasillo del edificio dejando aflorar una que otra carcajada. Durante muchos meses el caso del niño al que se lo trago el sueño, se volvió la comidilla de los pasillos, renuncié al hospital, me mudé del pueblo. Aunque creo que el hombre de sus sueños aún me persigue.
—Lo siento cariño, se acerca la hora de los juegos, tengo tres cartones de bingo y hoy espero ganar—.
Antes de irme podrías anotar lo siguiente. Cada 9 de Noviembre sueño con él, tiene el mismo gesto ausente de su padre y las canas en la frente que nunca pude ocultar. Lo vi sentado en una banca de madera, frente a un lago de superficie oscura; pude escuchar cómo el agua golpeaba la orilla, un sonido hueco que se extendía por el paraje frío y solitario. Creo que Henry no es feliz. A su lado estaba él, viendo fijamente las montañas del fondo, con sus piernas recogidas y sus hombros plegados hacia fuera, más pálido de lo normal. Tuve miedo de acercarme, pero hice algo que nunca antes había hecho: escribí la dirección del asilo en varios papelitos esparcidos por el viento. Sé que él los verá, quizá el próximo año resuelva venir a buscarme, o puede que te busque a ti, algunos que conocían la historia ya no están, los demás, los que aún podemos soñar, siempre tenemos algo nuevo para contar.
Nicolás Pérez Victoria
Profesional en Comunicación Audiovisual de la Universidad de Medellín, cinéfilo y contador de historias.