Ella tiene que ver al muerto

Charles Van Schaick photographs and negatives, circa 1880-circa 1940. Wisconsin Historical Society.
Por: Angie Vallejo
-Niña, quédate aquí.
-Pero mami, ya limpiamos la tumba de papá. ¿A dónde vas?
-Quédate aquí, niña. Espérame nada más.
Mamá se dirigió a una de las salas más próximas, en donde se velaba quién sabe qué muerto. Siempre que visitábamos la tumba de papá hacía lo mismo. Se dirigía diligentemente a las salas de velación, y entraba a velar el muerto ajeno. Pero eso no era lo peor. Lo peor era que tenía que ver el muerto. Si no lo veía no quedaba satisfecha. Se acercaba al ataúd y lo examinaba con ese morbo tan suyo, ese morbo que hacía parecer tan natural. Sin descaro, sin pena, sin culpa. Y nadie nunca le decía nada. ¿Por qué ni una sola persona se daba cuenta de que una mujer extraña entraba a chismosear sus muertos?
Yo la veía desde lejos. Yo cargaba con la vergüenza. Pero a mí nadie tampoco me decía nada en realidad. No puedo evitar pensar que tal vez yo tenía también algo de culpa. Después de salir de los velorios, mientras regresábamos a casa, yo le preguntaba por el muerto. ¿Cómo era este, mami?
-Igual que los otros. Tenía los ojos cerrados, estaba algo inflado, algo estirado.
-¿Y parecía dormido?
-Todos dicen que parecen dormidos. Pero no es verdad. Se ven como alguien que está fingiendo estar dormido.
-¿Pero por qué fingen, mami?
-¡Qué cosas dices! No seas boba. No están fingiendo nada.
Con el tiempo he llegado a pensar que tal vez ese morbo desvergonzado era la manera en que mi madre hacía duelo. Porque mi papá fue el muerto que no pudo ver. No pudo verlo porque de él no quedó prácticamente nada.
Esta rutina sagrada se extendió ya ni sé por cuánto tiempo. Nunca lo supe bien porque entonces me pareció eterno, y más tarde, cuando le preguntaba a mamá, la sola mención del tema la hacía soltar esa risa pícara que asfixiaba cualquier palabra al respecto. Qué cosa tan graciosa le parecía a ella, como si hubiera sido una niña traviesa que se dejaba llevar inocentemente por la curiosidad. El caso es que fueron muchas veces: el viaje al cementerio, la caminada colina arriba hasta la tumba de papá, la tumba de papá con su tapa imitación de piedra y la letra dorada, la tumba de al lado con forma de escalera y la virgen encerrada en una jaulita encima, la regada del agua sobre la piedra, la estregada con el jabón rey, la juagada, el cambio de las flores marchitas por flores nuevecitas, el silencio, las oraciones, y el “chao papi, nos vemos la próxima semana”. Y entonces los pesados pasos hacia el crematorio, y mami con esa mirada de gata, y la columna en la esquina de las salas de velación en la que me recostaba, y más allá…
Salía humo del crematorio. El humo me hacía acordar de papi. Cuando lo mataron, primero lo supieron los vecinos. Fueron ellos los que tocaron la puerta de mi casa para traernos la noticia. Lo habían matado por allá en San Carlos, en una de esas curvas que no dejan ver más allá de sí mismas. Era oscuro y no lo hubieran visto si el de una moto no hubiera tropezado con lo que quedaba de él. ¿Encontraría mamá otros muertos igual que papá? ¿Era eso lo que ella buscaba? ¿Otro ataúd cerrado? Me preguntaba muchas cosas mientras esperaba que mami saliera de los velorios de esa gente extraña, y contemplaba el humo que salía de esas chimeneas.
Entonces llegábamos a casa. Y pasaban los días, y cada día que pasaba me hacía sentir esa especie de estiramiento que lo deja a uno a punto de romperse. Soñaba con los rostros de los muertos. Mamá era la que los veía, sí. Pero era yo la que los seguía viendo, así no supiera realmente cómo eran. Todos eran iguales pero distintos, tal como los describía ella. ¿Por qué me contaba mamá estas cosas? Coleccionaba cadáveres como si coleccionara estampitas para llenar un álbum. Yo, que con el tiempo me fui llenado de miedo y cansancio, ya no le preguntaba, pero ella igual me los describía.
-La viejita estaba toda hinchada. Y tenía el labio morado y reventado, el de abajo. Una de las señoras se me acercó y me pregunto si yo ya sabía. Yo le dije que no. Y entonces me contó que la noche antes de morir la viejita había soñado que venían un montón de sombras y la cogían a puños. Le debieron haber dado en la boca, porque luego el labio le amaneció así.
Y mientras me lo contaba los ojos le chispeaban de satisfacción. Yo no decía nada, solo miraba al piso y sentía miedo de dormirme y soñar y que llegaran esas sombras a pegarme puños también a mí.
-Era un señor. Tenía la cara seca y arrugada como un desierto. Lo ahogaron en polvo, ¡qué cuca de maquillador! Encima, los labios estaban tan apretados que parecía como si estuviera haciendo fuerza.
-¿Será que le dolía fingir, mami?
Ella me miraba incrédula, como si mi insolencia la avergonzara.
-¡No digas bobadas, niña!
Recuerdo una vez que, desobedeciendo a mi mamá como una forma de protesta por dejarme siempre esperando ahí sola afuera de las salas de velación, me fui a caminar por el cementerio. Caminé por entre las tumbas hasta llegar a la zona de los osarios, con sus altas paredes blancas y los cuadritos marcados con nombres y fechas. Iba pensando en cómo sería la cara del muerto de ese día, si húmeda o seca, si estirada o arrugada, si hinchada o contraída, hasta que escuché unos golpeteos en la pared y me paré a mirar de dónde venían. Por un rato no se escuchó nada, pero entonces miré al cuadrito que tenía al lado y escuché unos golpes que venían de adentro, como si alguien estuviera tocando. ¿Que qué hice? Pues es obvio, salir corriendo, ¿qué más iba a hacer? Después de eso volví a quedarme quieta en mi puesto, mirando las caras que formaba el humo de las chimeneas.
Yo pensaba que el morbo de mamá se limitaba a los cementerios y sus salones de velación y esa gente casi toda vestida con las diferentes sombras del negro. Más temprano que tarde comprendí que ella tenía que ver todos los muertos. ¡Todos! ¿Será que estaba loca? ¿O era simplemente una de sus tantas manías? Como aquella de no poner alumbrados en navidad porque le recordaba el accidente con mi hermano, o aquella de madrugar todos los días a las cinco de la mañana a rezar el rosario, o aquella de pegarse a las paredes para escuchar a los vecinos incluso cuando no ocupaban las casas. En fin, ya sé que todo el mundo tiene vicios. Pero la vez que entendí esa falta de límites fue lo peor.
Habíamos ido al zoológico, y yo estuve entretenida viendo los animales, aunque todo el lugar olía a pura mierda y ella también sabía pero me regañaba si lo decía. A la salida le pedí que me comprara unas crispetas. Iba yo de la mano de ella, comiéndomelas, cuando de camino a coger el bus en una calle una moto le pasó por debajo a una tractomula. Apenas si se vio al de la moto volar en pedazos. Se hizo una gran algarabía y confusión, todo el mundo corrió a la escena, incluida mi mamá, que de una me soltó de la mano y me dejó ahí temblando sola, y se perdió entre la multitud. Yo me puse a llorar y a tratar de buscarla, mientras algunas señoras intentaban alejarme de ahí para que no viera al muerto. Al rato llegó mi mamá, la cara pintada de insatisfacción, y con la voz llena de rencor me describió como le había volado la cabeza y estaba por ahí tirada con el casco todavía, y había sangre regada y carne que ya ni se podía saber de dónde era con sus amasijos revolcados de blanco, amarillo, rojo, y piel sucio.
–Se volvió nada.
Y yo seguía llorando y ella me zarandeó enojada y me dijo:
–Ese malparido casco no me dejó verle la cara. Pero bueno, no importa.
Entonces empezó a carcajearse con ganas, recordando algo.
–Los jeans se le bajaron, se le veía la raya del culo.
Ese día a mi repertorio de sueños se añadió uno en el que yo recorría la escena del accidente, iba a donde estaba la cabeza del muerto, la cogía, le quitaba el casco, y entonces le veía la cara congelada en una expresión estúpida de sorpresa bovina. Casi instantáneamente se hacía humo, y se iba volando hacia arriba hasta desaparecer, como en las chimeneas.
¿Ah? Ah, sí, es verdad. El vicio no le duró para siempre, eso es cierto. Finalmente se le quitó. Varios piensan que porque entonces ya superó la última etapa del duelo y así volvió a la “normalidad”. Pero lo que sucedió fue más bien algo raro. Esa última vez no pasó nada distinto en nuestra rutina, no vi fantasmas por el rabillo del ojo mientras nos dirigíamos a las salas de velación, ni escuché susurros traídos por el viento, ni tampoco la gente que estaba ocupando las salas ese día tenía miradas sospechosas o aires perversos. Todos los que velan un muerto terminan pareciéndose mucho.
Lo único fuera de lo común fue que mami entró y volvió a salir muy rápido. Ella se tomaba su tiempo detallando los muertos, viéndolos bien. Cuando salió, no me dijo ni una palabra. Desde ese día no volvimos a visitar la tumba de papá. Tampoco el cementerio. Y tampoco los velorios. Y ya mamá no quería ver los muertos. Yo la verdad estuve muy feliz de que no me dijera nada, y más feliz todavía cuando a la siguiente semana no volvimos al cementerio, y yo preferí no decirle nada pensando que por algún milagro se le había olvidado, pero luego a la siguiente semana se le volvió a olvidar, y entonces yo también me olvidé.
Años después me animé a preguntarle qué vio ese día que logró exorcizarle el morbo del espíritu:
-Mija, lo que pasa es que ese tenía los ojos abiertos. ¡Ese muerto no estaba fingiendo!
Angie Vanessa Vallejo Grajales
Es profesional en estudios literarios de la Universidad Pontificia Bolivariana, y actualmente se desempeña como mediadora de lectura en el Sistema de Bibliotecas Públicas de Medellín. Se introdujo en el terror gracias a videojuegos como Silent Hill, Resident Evil y Nightmare Creatures II, y a partir de ahí lo ha explorado tanto en la literatura, como el cine, el cómic, etc. Ha escrito algunos relatos en este género.